Modelo de negociación /Américo Martín
Tal Cual.-
A propósito del arte de la negociación, cuando las partes se guardan una hostilidad extrema pueden esperarse desenlaces graves en medio de la pólvora guerrera; como también inusitados acuerdos de paz, capaces de abrir cauces de agua cristalina que calmen los temperamentos más capciosos y violentos.
Desgraciadamente, la historia puede traducirse en una consolidación constructiva de la detente belicosa, como también de la quiebra de la paz para que asome de nuevo el peor de los demonios del averno.
No me estoy perdiendo en hipótesis sobre confrontaciones acicateadas por el odio y la violencia sino en las guerras verdaderas, activas, que han brotado una vez más en Afganistán, con signos claros de que la respuesta de aquel martirizado pueblo frenará la brutal ofensiva del talibán, en una lucha que sacudirá y podría expandirse por Europa y buena parte de Indochina.
Me refiero igualmente a Colombia, en trance de presenciar la quiebra de los acuerdos de paz entre el gobierno de Santos y las FARC, que provocaron la división de la que fuera la principal organización guerrillera de Colombia. A esa escisión siguió otra, y probablemente otras, al punto de extenderse de nuevo el clamor por volver a una paz sin duda fructífera, dado que incluyó el lomito de la negociación, la desmovilización y desarme, sin los cuales sería imposible garantizar nada, como en efecto está ocurriendo. Pero la flexibilidad negocial históricamente probada del liderazgo colombiano da para no descartar el éxito de la causa de la paz y la reconciliación en la república hermana.
Una de las primeras manifestaciones de esa mezcla de habilidad y audacia, para terminar resolviendo los problemas más complejos por vías pacíficas, es la referida al Movimiento 19 de abril (M-19) que, de ser una guerrilla diseñada para imaginar actos irregulares de gran impacto publicitario, pasó a ser un partido político reconocido, que contribuyó con eficacia a la elaboración de la nueva Constitución del país hermano.
En su momento, se enfrentó a la Anapo, plataforma del anciano exdictador Gustavo Rojas Pinilla, cuya popularidad no era escasa, y obtuvo una importante representación parlamentaria que encabezó su hija María Eugenia Rojas, con éxito singular. Esa forma de tolerancia facilitó el restablecimiento democrático en aquel meritorio país.
En mi libro La violencia en Colombia, comparo los estilos de negociación de Colombia y Venezuela. La superioridad colombiana obedece a los muchos años de acciones encarnizadas desde el asesinato de Gaitán, en 1948, hasta los acuerdos determinados por la certera Operación Jaque, decidida por el presidente Uribe, que causó bajas notables y destrozos en la infraestructura organizada por el legendario Marulanda, muerto, el cual fue sucedido por Alfonso Cano, quien ordenó el viraje que condujo a la paz negociada.
A diferencia con los mandatarios venezolanos, que trazaron la rígida línea de no negociar con disidentes armados, los presidentes colombianos Belisario Betancur, Virgilio Barco, Cesar Gaviria y Andrés Pastrana así lo hicieron. Pastrana fue quien llegó más lejos, antes que la Operación Jaque cambiara el perfil de la lucha.
La renuencia de Marulanda a responder a las amplias concesiones del presidente Pastrana, incluso a la enorme zona de despeje del Caguán, se debió a que esperaba llegar militarmente al poder como Fidel en Cuba y el sandinismo en Nicaragua. Contaba con 20 mil hombres perfectamente entrenados y experimentados.
¿Para qué negociar un pedazo de la torta –pensaría– si puedo tenerla entera? Ese sueño se desvaneció después de la decisiva Operación Jaque y la cadena de certeros ataques que liquidaron la poderosa infraestructura de las FARC.
Cuando se reanudó la guerra, los paramilitares, inicialmente organizados por los Castaño, quienes acompañaron a Pablo Escobar en el cartel de Medellín, se denominaron AUC e hicieron afluir raudales de droga a la lucha.
Muy justificadamente comenzó a hablarse de «narcoguerrilla», pero estoy convencido de que un país que ha sufrido, como el que más, por largas y ruinosas guerras y ,en cambio, ha obtenido logros casi milagrosos por su excelente manejo del arma de la paz, se inclinaría por negociar con quien sea, resaltándose así su luminoso modelo institucional y por su sólido apego a las elecciones, a las que han convertido en su indisputado emblema universal.
En varias naciones de la América hispana torpes intentonas de imponer desasidos de la democracia parecen impulsar regímenes autocráticos o proyectados en semejante dirección. No puede asegurarse, por ejemplo, que el presidente electo de Perú, ante la evidencia de lo que está ocurriendo en Venezuela, Cuba y Nicaragua, guarde el deseo de repetir experiencias en trance de ser colocadas frente a la realidad de los notables virajes democráticos que vienen asomando un limpio rostro libertario.
El arrebato represivo de Ortega de acabar con las elecciones, metiendo en chirona a todos los candidatos adversarios, sería risible si no se tratara de un despreciable zarpazo de oso herido y muerto de miedo por lo que pudiera ocurrirle si pierde el poder. A un personaje de esa índole habría que recordarle que, respetando la institucionalidad democrática y la dignidad de los valientes que se atreven a competir en condiciones tan miserables, siempre será la mejor decisión y, sin duda, la peor es despreciar a sus maltratados compatriotas, especialmente si piensan con cabeza propia. Desde una jaula de perros con hidrofobia no se puede gobernar un país.
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